"Fué este rincón el que me impulsó a empezar
la búsqueda de lo que sigue... mi destino,
aunque la verdad no creo que esté ni cerca todavía.
Pero la vida me ha hecho entender,
que no tengo nada que perder...
y ahora que comenzé, llegaré hasta el final..." Gin@lejandra°


viernes, 24 de febrero de 2012

Una extraña especie de asalto - Columna para periódico Acento

Laura hacía mermelada en el hornillo, removiendo la mezcla espumosa mientras se iba haciendo almíbar,
hirviendo los tarros y llenándolos para colocarlos luego en un estante como si fuesen adornos, o libros.

Pedro llegó inesperadamente. Había corrido tan rápido como pudo, y tan lejos como creyó conveniente...
Y por supuesto, había parado allí. Tenía el cuerpo mojado en sudor, y la respiración cortada, pero la mirada
de un hombre libre.

Laura recordaba a Pedro perfectamente. Cuando eran niños vivían cerca. Él y Laura se comían las mermeladas
como ésta, que en ese entonces hacía su abuela, en lo más crudo del invierno. Robaban cucharadas cuando
la abuela no miraba, y se escondían debajo de la mesa para lamerlas hasta dejarlas limpias. Cuando Pedro se
fue, Laura se convirtió en otra versión de sí misma, una más oscura. No fue fácil. Nunca llegó a decirle...

La luz del día atravesaba la ventana, manchando la alfombra, y el brazo de la silla. Fuera, el agua goteaba de
la cornisa. Todo igual que siempre, y sin embargo, allí estaba Pedro, llegando de esa manera tan abrupta,
después de tantos años, parado en la puerta, esperando entrar.

- "Eh, hola" le dijo a Laura, levantando la vista con la misma torpeza y calma de siempre.

Después de un momento de silencio, ella se levantó, se sacudió las manos en los pantalones, y salió furiosa
hacia el campo. Los cardos le arrañaban los tobillos, y las fresas se reventaban suavemente bajo sus pies.
Era injusto. Todo esto era injusto. Ella había renunciado a tantas cosas, forjado una vida distinta a la que
había querido. Ahora era tarde.

Pero Pedro siguió el mapa que formaba el trayecto de sus pasos, la cicatriz de su huída, y la alcanzó. En una
extraña especie de asalto, la abrazó, y confirmó su sospecha. Sus grietas aún coincidían.

Ellos no eran más que un relato a medio terminar. Un destiempo.

Un error, de esos que son un placer cometer.



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El músico - Columna para el periódico Acento

Ella giró la perilla de la puerta, afiló sus tacones en el cemento frío, y partió hacia lo desconocido...
Ese amplísimo lugar del que nadie exilia.

En el camino se topó con la noche, que apenas existía. Y con la ciudad, esa traicionera, que cuando
quiere verte sonreír sabe ser tan condescendiente. Pero ella a sus veinte años, conocía suficiente
como para saberse advertida.

Así andaba las calles esa noche, con cuidado... Migrando a través de la retícula del tiempo, tan absorta
en sus pensamientos que ya empezaba a sentir que desocupaba el cuerpo, cuando divisó un letrero que
se detuvo a leer en la vitrina de su dulcería favorita.

"Se solicita empleado." Leyó.

Tendría más sentido si solicitaran un desempleado, pensaba ella, mientras miraba hacia adentro,
recordando con melancolía cuando la idea de lo lejano no era más que la cajita de dulces que estaba
más alta de todas en esa dulcería.

De repente, sus pensamientos fueron interrumpidos por una melodía que, inconsciente de la presión
que la elevaba, no advertía la forma en que fracturaba tantas máscaras, y muros de los que la escuchaban.
Aquella atrevida melodía, se inmiscuía en asuntos que eran sólo del alma, y limpiaba el polvo que le daba
masa y volumen al abandono.

Ella se voltea, y mira fijamente al músico que creaba semejante melodía. La guitarra en su propia desolación,
hueca, estaba suspendida a voluntad del músico, expuesta al aplauso expectante, y a la mirada furtiva de todo
el que pasaba por allí. El músico tenía su mano colocada sobre la boca de la guitarra... Con sus dedos tendidos
sobre las cuerdas, descomponía sueños, y como si se tratara de cualquier otra reacción de la materia, los traía
momentáneamente a la vida, mediante la escenificación de lo transitorio.

Mientras aquella melodía iba nulificando vacíos dentro de ella, ella iba a la vez cediendo, y sucumbiendo con
mucha gracia a la merced de los dedos de aquél músico. Cuando éste se detuvo, jadeando, en un momento de
lucidez, y con un silencio que pendía del cielo sobre sus cabezas, la noche se convirtió en la gran lección del día.

La música será siempre un lenguaje de compañía.



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martes, 7 de febrero de 2012

Aún hay esperanza - Columna para periódico Acento

Hace mucho tiempo, antes de transformarse en una tienda de antigüedades, y luego en una librería, este lugar había
sido un teatro. Un gran experimento en la década de los treinta. No era nada impresionante en su exterior, una
estructura muy elegante y discreta, pero su interior era otra historia. El techo abovedado, con sus simuladas nubes,
había sido iluminado originalmente para crear la ilusión de la luz de la luna, y cientos de pequeñas luces brillaban
como estrellas. Fue un buen negocio durante décadas, pero a pesar de que había prevalecido contra feroces adversarios
como incendios e inundaciones, fue víctima suave y rápida de la televisión en la década de los sesenta.

Su actual dueño es el señor Ricardo. Su padre había cuidadosamente diseñado el teatro, y lo había modificado,
cuando fue prudente, para dar vida a la tienda de antigüedades. Ricardo recordaba perfectamente aquella mágica
tienda. Toda su infancia estaba atada a ella. Cuando su padre falleció, Ricardo advirtió una sensación de apabullante
extrañeza al entrar al lugar. Las cucharas y candelabros que su padre solía pasar tantas horas reluciendo, las alfombras,
los libros... Incluso las etiquetas de precio escritas en su indescifrable caligrafía... Todo seguía allí a pesar de que él
se había ido, y contra toda lógica, Ricardo lo consideraba desleal, de alguna retorcida manera.

Esa noche al dormir, Ricardo tuvo un sueño muy peculiar. No había en ese sueño sensación alguna de maldad, tampoco
de placer, simplemente una sensación de sin fin. Como una niebla fina y blanca que le envolvió la cabeza y asentó allí,
negada a marcharse. Así fue como la tienda de antigüedades mutó a una biblioteca.

Hoy en día, el señor Ricardo es un garabato del hombre que fue. Bajo y frágil, parecía inclinarse y salir de un nudo en el
centro de su espalda. Sus pantalones de color beige se aferraban a sus rodillas de mármol, los débiles tobillos ascendían
estoicamente de sus zapatos viejos de gran tamaño. Mechones de hilo blanco brotaban de varios puntos fértiles en su
cuero cabelludo, que de otro modo sería suave y reluciente. Las personas de alrededor lo describían como una persona
no sociable, y tan viejo como el tiempo mismo.

El señor Ricardo observaba desde su escritorio la puerta de entrada a la biblioteca, como todos los días, preguntándose
cuál era el punto de seguir abriéndola cada mañana, cuando un muchacho se asomó y entró.

"Buenos días." Lo saludó el muchacho.

"¿Nombre?" Respondió Ricardo.

"Monsant."

"Nombre," dijo nuevamente, enunciando en voz lenta y quebradiza, "de el libro que buscas." El señor Ricardo parpadeó,
una parodia de paciencia, aguardando la respuesta que sabía que vendría.

"Pues, en realidad, no busco un libro. Yo ya tengo el libro en cuestión." Le informa el muchacho. Ricardo respira
cortantemente. "Si ya tiene el libro," dijo, "no necesita de mis humildes servicios. Tenga un buen día." Y con esto,
gira y arrastra los pies hasta una torre de libros acumulados cerca de su escritorio.

Monsant lo mira insistentemente. Había venido de muy lejos buscando al señor Ricardo. Este hombre era quien debía
revisar su estudio sobre la historia de ese lugar, que para el momento, aunque era una biblioteca obsoleta, se había
convertido también en un ícono arquitectónico dado su antigüedad. Estirándose a toda su altura, Monsant cruzó las
tablas del suelo, y se paró al lado del señor Ricardo.

Este no volteó su cabeza, meramente continuó colocando los libros en la estantería.

"Aún estás aquí." Una afirmación molesta.

"Sí," dijo Monsant firmemente. "He venido a mostrarle algo, y no me iré hasta hacerlo."

"Me temo, caballero," dijo Ricardo a través de un suspiro, "que ha perdido su tiempo, así como hace ahora perder el
mío. No hago ventas a comisión."

Enojo erizó la garganta de Monsant. "Y yo no deseo vender mi libro. Sólo pido que le eche un vistazo, para que me dé
una opinión experta de mi estudio." Sus mejillas estaban tibias, una sensación poco familiar. Monsant no era de los
que se ruborizaba. Ricardo se voltea entonces, para apreciarlo detenidamente. Sin palabra alguna, y con los movimientos
más sutiles, le indica la entrada a su pequeña oficina detrás del escritorio. Al acomodarse dentro de la misma, Monsant
entregó el libro a unos dedos expectantes.

Silencio descendió, aguijoneado únicamente por el tictac de un reloj. Monsant aguardaba ansioso mientras el señor
Ricardo pasaba las páginas. Quizás necesitaba dar más explicaciones. "Lo que quisiera es que — "

"Calla." Su pálida mano levantada, apretando entre sus dedos un cigarrillo que amenazaba con renunciar a su punta de
ceniza.

El señor Ricardo estaba profundamente concentrado, sus labios apretados, un poco temblorosos. Terminó de leer, y se
permitió rozar sus dedos sobre la espina dorsal del libro, cerrando los ojos. Al abrirlos, miró apreciativamente al
muchacho, vislumbrado, percibiendo los agujeros que el libro había abierto en la tela de su memoria... Evidencia de
que un fino trazo como aquél aún pudiese encontrarse en esta época, uno de fuerza alquímica, que provocase la gozosa
impresión de que el tiempo perdía significado, lo conmovía de una manera inexplicable.

Aún había esperanza.



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lunes, 6 de febrero de 2012

Ya estamos aquí - Columna para periódico Acento

La tapicería de los asientos no lograba desmentir la antigüedad que registraba el olfato en aquella sala de espera.
Aguardó durante horas a que su madre terminara de hablar con el señor detrás del escritorio, pero ya empezaba
a impacientarse. Rondaba los 16 años, delgado, usaba unas gafas de marcos gruesos y negros.

En ese momento entró una mujer muy anciana a la sala. Era tan frágil, tan liviana, pensó el muchacho. La señora
cargaba un libro gordo, de portada dura, color verde esmeralda. Le sonrió dulcemente, y con el índice, lanzó un
hilo invisible que ató la vista del muchacho y la transportó al título, escrito con letras doradas: Historias Mágicas
para Niños y Niñas, autor anónimo. El muchacho pronunció el título, disfrutando el crujido de sus labios al hacerlo.
La anciana le permitió pasar los dedos sobre las letras doradas, pero cuando iba a abrir el libro, la sonrisa de la
anciana se tornó retorcida y macabra. En un arrebato le quitó el libro y salió corriendo por la puerta, dejándole la
mano extendida y abierta. Algo similar al enojo, aunque más ligero, como un burbujeo, ascendió lentamente hasta
su esternón.

En un lugar tan oscuro, fue muy fácil distinguir la salida. La anunciaba una franja de luz, por donde se perdía la
silueta de la anciana. En un pestañar, el muchacho emprendió su camino tras ella. La luz creció hasta volverse un
estallido que depositó en sus ojos esquirlas de fuego, y le contrajo las pupilas. Afuera, la anciana en lugar de huir
se acercó a él. Se lame los labios y le dice en un susurro: " No soy quien crees que soy."

- "¡Pero si no tengo la menor idea de quién podrías ser!" Las palabras surgen rugosas, secas del miedo, existiendo
por alguna voluntad exterior a la suya, pero imposible de combatir.

- " A mí no me engañas, tú aún posees defensa en la mirada. Acabas de ser creado. Debes estar desesperado por
mantener esa sensación de ser real e independiente. "

- " No entiendo nada. "

La anciana lo mira perpleja. Empieza a murmurar para sí misma, como bajo alguna influencia narcótica: " Claro, claro.
Es así como lo logra. Ahora entiendo por qué nadie intenta escapar... Creí que los más pequeños lo entenderían, pero
no, ninguno lo sabe..."

- " ¿Qué no sabemos?"

- "Pues que no existen, son imaginados dentro de la cabeza de alguien más. Son todos parte de una narración. No
poseen libre albedrío, ni independencia ¡Ni alma propia siquiera! Pertenecen a alguien, y ese alguien maneja sus
destinos."

La anciana permite que en un suspiro se diluya su impotencia, y se aferra más fuertemente a su libro.

- " ¿Quién creíste que pensé que serías?" Pregunta el muchacho.

- "Pensaste que sería la que te rescataría de ese horrible lugar."

- "Al huir, fue justamente lo que hiciste."

La anciana medita un momento, encolerizada al percatarse de que aún no ha podido burlar a su escritor. No hay
escapatoria.

En algún lugar, una bala se mete en la recámara de un revólver.

La anciana se sienta y llora, desconsolada. El muchacho le pregunta por qué protege tanto a ese libro.

- "Este libro me permite ser el reflejo opuesto del espejo. Es el único modo de escapar de aquí."

- "¿De dónde?"

Algo se ciñe con fuerza en el muchacho. La sensación de hallarse en el interior de algo orgánico. Un laberinto.
Un cerebro. Mira a su alrededor... Tiene sentido lo que dice la anciana. Estar dentro de una máquina pensante.
Las ideas que genera son los individuos que la habitan.

- " Lo que no entiendo es por qué el estar dentro de la cabeza de alguien nos hace ser menos reales. Existimos
igual. ¿Qué no refleja, al fin y al cabo, lo mismo el espejo que lo que se le coloca en frente?"

Un escalofrío le eriza la piel a la anciana.

- " Siempre hay uno que cree que lo sabe todo." Le responde indignada, negada a ver todas sus teorías regresar al
punto inicial. Ella seguirá por siempre intentando descifrar cómo escapar, descubrir el secreto que nadie antes ha
podido descubrir, cómo comprobar que es real.

Y mientras, todo esto podrá ser la historia de algún escritor.

"¿Qué hay de malo en eso? - Piensa el muchacho - Ya estamos aquí."




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