"Fué este rincón el que me impulsó a empezar
la búsqueda de lo que sigue... mi destino,
aunque la verdad no creo que esté ni cerca todavía.
Pero la vida me ha hecho entender,
que no tengo nada que perder...
y ahora que comenzé, llegaré hasta el final..." Gin@lejandra°


viernes, 30 de diciembre de 2011

La tierra de todos - Columna para periódico Acento

Hoy he confirmado algo que leí, no recuerdo dónde, hace mucho tiempo:
"Jamás harás conocer a un bizco su propio estrabismo, si no le pones delante un espejo fiel que le retrate
su torcida vista, porque el ojo de su cara que sirve para ver y conocer a los demás no puede, sin un milagro
que equivalga a esta gracia que tú disfrutas, verse y conocerse a sí mismo."

Me marcaron estas palabras porque me hicieron consciente por primera vez de la funesta propensión que
tenemos a juzgar lo que sucede en el corazón ajeno, por aquello que pasa en el propio. Fue maravilloso ver cómo
otra persona caía por cuenta propia en esta misma realización. Un cambio necesario de ser imitado por otros.

Se trata de una persona asombradiza, que no había paseado nunca, para su fortuna o desgracia, fuera del
contorno de la comodidad y el ocio. Una persona de buen corazón, pero con un orden equivocado de las cosas,
y una confusión de ideas que la caracteriza no sólo a ella, sino a una gran parte de nuestra sociedad, que tiene
diversos orígenes como lo pueden ser los métodos de estudios, las influencias que nos rodean, las expectativas
propias y ajenas, la falta de curiosidad y profundidad.

En fin, se trata de una persona que usualmente se escandaliza por la rudeza y desnudez de la realidad, y que
peligrosamente posee un puesto importante en los medios de comunicación. Digo peligrosamente, porque su
"estrabismo", como he decidido considerarlo, la ha llevado a ampliar el criterio de la moralidad hasta hacer pasar
por lícito muchas injusticias, y la hace creer erradamente que no conviene enseñar la verdad sin introducir algunas
"prudentes" modificaciones. Se ayuda así, del mal para intentar hacer un bien, como la tierra se ayuda del estiércol
para hacerse más fértil.

Pero tenía razón aquella frase... Se necesita de un espejo fiel, que retrate su torcida vista. Ese espejo se lo colocó
delante la vida. Un espejo que la hizo conocedora de las miserias humanas, al menos de su existencia.

Resumiendo, mi amiga se observó en los ojos de otra persona. Observó a quien no quería ser. Y ocurrió lo mismo
que ocurre en un lugar donde todo el mundo anda caminando con prisa, y alguien se detiene. Ese alguien se convierte
en un punto fijo que contrasta y hace notar el atropellamiento de los otros, y el rumbo amenazante de su andar.
Mi amiga se percató de que el mal suele desconocerse a sí mismo.

La noción del bien y del mal es subjetiva, por cierta que parezca.

Darse cuenta de esto es indispensable para acercarse a la objetividad, y la comprensión humana... El único lugar
donde la multitud heterogénea pudiese confluir, la tierra de todos.



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viernes, 16 de diciembre de 2011

Por siempre - Columna para periódico Acento

A cualquiera se le pueden pegar las sábanas alguna mañana. A cualquiera excepto a él. Desde hace años
la costumbre, esa ama inclemente, interrumpe sus sueños sin necesidad de una alarma, y lo saca siempre
de la cama, así como lo hace ahora.

Poco rato después va saliendo de su casa con el sombrero y el abrigo puestos, y estrechando un bastón
entre sus viejas y leales manos. Refunfuñando en un tono tanto alegre como gruñón, como saben hacer
los ancianos bonachones pero biliosos, saluda a su vecino.

Era una mañana nublada y fría. La calle mal pavimentada estaba cubierta de una escarcha helada y punzante.
A medida que Don Ubaldo se acercaba a la casa que visitaría, su paso se volvía más ligero, y su rostro
acurrucado en barba cuidada y blanca, mostraba mejor su gozo de vivir.

La pequeña casa estaba situada a la izquierda de un gran y soberbio roble. Lucía una apariencia impecablemente
femenina con sus tejas lustrosas y jardín que, sabía él, era tiernamente atendido en primavera para que no
diera cabida a una sola hoja fuera de lugar, aunque ahora tanto el jardín como el roble, lucieran secos. Llamó
varias veces a la puerta sin recibir respuesta, y como era de esperar, no tardó en impacientarse. Observó que
al vidrio de la ventana, lo cubría la figura de un simpático niño al que conocía. Se acerca a él, y le hace señales
para que la abra.

- Hola Guillermo. ¿Cómo estás?

Lo saluda.

- Hola Don Ubaldo, yo bien, aunque algo ocupado, ¿Y usted?

- Pues con un poco de frío, ¿Podrías abrirme la puerta y dejarme pasar?

- Lo siento Don Ubaldo, no puedo. Como le dije, estoy ocupado.

Le dice Guillermo con mucha seriedad, aunque haciendo notar que lamentaba no poder ayudarlo. A Don Ubaldo
le cosquillea la curiosidad.

- Entiendo. ¿Y en qué estás tan ocupado?

- Espero un por siempre, y me han dicho que hay que estar muy atento a su llegada.

- ¿Esperas un por siempre?

Guillermo lo mira con mucha paciencia, como debe tener todo niño que intenta explicarle a un adulto cosas
importantes de la vida.

- Sí Don Ubaldo, un por siempre. Es decir, un amor.

Al escuchar esa respuesta, a Don Ubaldo lo invadió una aprensión singular. Estaba conmovido.

- ¿ Y lo esperas aquí? ¿ Por qué no mejor vas y lo buscas?

- ¿Buscarlo? ¿ Al amor, Don Ubaldo? Ya entiendo por qué ha tardado usted tanto.

- Pues sí, buscarlo. Quizás no venga tocando a tu ventana.

- A mi abuela le funcionó.

Le dice pícaramente Guillermo, y continúa:

- Además, usted siempre ha dicho que espera un por siempre.

- No, no. He dicho que espero por siempre. Es distinto.

- Ah.

Responde Guillermo, intentando comprender las complicadas racionalidades de Don Ubaldo.

- Verás, muchacho, no todos los amores grandes son largos. A veces vienen y se van. Luego se queda
uno esperando, a veces por siempre, como yo.

- Pero si ya se marchó, ¿Qué espera?

Don Ubaldo mira hacia dentro de la casa. Puede ver a través de la puerta de la cocina una bruñida máquina
cobre de hacer café, de la que se eleva un ligero vapor que empaña las tazas colocadas en una bandeja al
lado. Suspira, y responde:

- Espero a que regrese.

Guardaron un corto silencio, y luego le pregunta a Guillermo:

- ¿ Sabes dónde está tu abuela?

- Está concentrada en una conversación telefónica mientras espera que el café esté listo.

- Entiendo. Guillermo, tengo mucho frío... Abrirme la puerta tardará menos de un minuto.

- No puedo. Mire a mi abuela... Tiene toda la mañana esperándolo, se va un momento, usted llega, y no
está aquí para recibirlo. ¿ Y si llega el mío en lo que le abro la puerta, quién lo recibe?

- Como habrás notado, he esperado a que regrese tu abuela por mucho tiempo, y lo seguiré haciendo
por siempre. Si tu amor llega, también lo hará.

Guillermo se muestra dudoso, y Don Ubaldo le dice:

- Pero fui yo quien vino... Debes ser tú quien vaya a buscar el suyo. Tu por siempre estará en alguna ventana,
esperándote.

Esto parece convencerlo, y se va a abrirle la puerta de entrada. Cuando lo hace, se asoma también una señora
con expresión alegre y sonrojada, que se limpia las manos minuciosamente en su delantal de tela, mientras
anuncia que el café ya está servido.

Qué tan bien se escuche en la cocina lo que se dice en la ventana, no lo sabe Don Ubaldo.



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martes, 6 de diciembre de 2011

Secreto caliginoso - Columna para periódico Acento

Abre la puerta del bar... El quinto que visita esta larga noche. Una densa humareda gris le azota el rostro, mezclada con el olor de cerveza agria. Se tropieza con su reflejo en el espejo, que a modo de decoración colgaba en la entrada. Tenía los ojos ribeteados de rojo, propio de quien ha tomado en exceso. La mejillas abotagadas, los cabellos revueltos, el vestido sucio y en desorden. Pero no fue eso, sino su sonrisa fingida, que no admitía esperanza, ni consuelo, mucho menos alegría, lo que la hizo regresarse, y no entrar.

Caminó hacia el lado opuesto, sin destino alguno. La llama turbia de los faroles que iluminaban el camino vacilaba al soplo del viento. El tumulto de la fiesta se extinguió, y el ruido se convirtió en un débil zumbido fácilmente ignorado. Su respiración se hizo penosa, sus pensamientos se obscurecieron. A cada pulsación, un dolor, penetrante como una aguja, le atravesaba las sienes. No lograba encontrar en el aire fresco del parque que ahora atravesaba, el reposo ni la frescura que buscaba. Dirige su mirada hacia el cielo, ya surcado de bandas rosadas y anaranjadas, anunciando el amanecer.

- ¿Ibas a pasar sin decirme buenos días?

Le dijo un hombre que estaba sentado en un banco del parque, de barba oscura, y apenas 30 años. Ella se detiene un momento, desconcertada, y se percata de que el hombre es ciego.

- Buenos días.

Le responde, dispuesta a continuar divagando.

- No eres de por aquí.

No era pregunta, y eso le llamó la atención.

- Pues no soy yo la que tiene el acento.

El asiente, mientras se le dibuja en los labios una sonrisa indulgente.

- Ah, pero de conocer este lugar, no lo atravesarías sola a estas horas.

- Peores lugares he atravesado sola.

Responde ella en voz baja, y con más gravedad de lo habitual.

- ¿Y eso te hace valiente?

- Que tengas buen día.

Se despide ella en tono cortante, sintiéndose desafiada.

- No, espera. Estoy desesperado por charlar con alguien interesante. Acompáñame a desayunar.

Dice, mientras apunta con el rostro hacia una cafetería que está cerca.

- Está cerrada.

Le informó.

- No lo estará en unos minutos.

El ciego bordeaba lo rudo, pero había algo en él que la atraía. Quizás su ademán sincero. Aunque ella nunca respondió a su invitación, él tomó su silencio por aquiescencia.

Mientras penetran juntos el parque para llegar hasta la cafetería, ella se fija en los rayos de Sol que se deslizan a través del tupido follaje, adornando con manchas de oro el césped, los bancos, y sus cuerpos.

- Es una cosa particular el Sol a esta hora...

Le dijo. El se pasa una mano por el rostro como para cubrirse del rayo de Sol que le dora las pestañas. Un gesto tan particular como este, le recuerda que es no vidente. El andaba con un paso tan descuidado, ágil y acostumbrado que lo había olvidado. Se arrepiente de haber hecho el comentario.

- Lo es. Es una de las cosas que mejor recuerdo.

Responde con mucha naturaleza.

- ¿Qué fue lo que te sucedió?

- La causa de mi ceguera es un gusano tan pequeño, que no puede ser percibido por el ojo humano. Vivía en Venezuela, y nadé en un lago muy profundo donde tuve contacto con el mismo. Allí fue cuando el mundo se volvió borroso. Fue progresivo. Aunque a ti te puedo ver con bastante claridad.

Eso la hizo sonreír.

- Imposible. Soy invisible.

- No para mí. Yo veo dentro. Uno de los beneficios de mi tragedia.

- Entonces quizás no sea una tragedia.

- La vida es una tragedia.

Con estas palabras la asalta un recuerdo que le hiela el rostro. Sus dedos se aprietan violentamente en un puño, en un intento de apaciguar el dolor.

- ¿Por qué has estado llorando?

Le pregunta. Ya no le sorprende que pueda notarlo, sabe que él es muy perceptivo. Pero no estaba lista para hablar de su dolor con nadie aún.

- No todo puede ser expresado.

Se limita a responderle. El no insiste por un rato, y continúan caminando mientras él canturrea una tonada melancólica. A pesar del dolor que ella siente, no puede evitar sentirse cómoda en un lugar tan pacífico, era éste un momento de solemne encanto. Llegan a la cafetería, que ahora estaba abriendo.

- A veces, un extraño puede ser la mejor de la compañías, porque no te conoce lo suficiente como para estar predispuesto por una opinión de ti.

Le dice, mientras se sienta negligentemente en una silla, que parece ser la que habitualmente ocupa. Una necesidad de contarle la causa de su dolor arde de repente en sus venas. Quizás si le cuenta su secreto a alguien, pueda hallar el reposo que tanto busca. Exhala un gran suspiro.

Mientras ella empieza su historia, él inclina su cabeza para atrás, tomando el talante de un confidente, o más bien, de alguien que está apunto de convertirse en uno, y no está muy seguro de su papel.

Solemos cegarnos insensatamente, ante las cosas que tenemos en frente. Debemos aprender a observar también con el alma.



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